Hombre de
monte
l
cuatitlácatl (hombre de monte; por ejemplo, el cazador) regresó a su casa después
de dos semanas de ausencia, durante las cuales estuvo entregado a los trabajos
que a él menos le gustaban: el corte de caña para un trapiche del mestizo, el
abastecimiento de pastura para las yuntas de la misma molienda y el
interminable atizar del horno.
Precisamente por su
falta de afición a la agricultura, él ni sembraba ni cosechaba, pues por algo
le llamaban el cuatitlácatl, hombre de monte,
cazador. Mientras los demás iban a limpiar la tierra para la siembra, él
buscaba por los bosques la mejor presa, acompañado de sus perros. En tanto que
los demás cosechaban y llenaban sus pequeños graneros, él expendía las pieles
y cambiaba la carne por los alimentos propios de la tribu.
Otro de los principales
ingresos lo obtenía como coaténquetl (el poseedor de
culebras). Esto consistía en proporcionar un mazacóatl, o culebra- venado
(nombre que se le da al animal porque su hocico es semejante al del ciervo), a
todo aquel que lo necesitaba para limpiar de tuzas, ratones y toda clase de
roedores, su campo de labor. El mazacóatl es grande y fuerte,
pero no venenoso. Es tan domesticable que suele vivir, inofensivo y bonachón,
en los mismos hogares de los indígenas.
En cuanto el cuatitlácatl sabía de alguno, visto
en los montes, iba en su busca. Después de rodeos y preparativos en que
intervenía principalmente la observación, ponía al alcance de la culebra una
presa que por su tamaño pudiera provocarle el aletargamiento. Era entonces
cuando aseguraba al reptil y cargaba con él a su casa. Después era el verdadero
trabajo, el de educarlo: un silbido peculiar y luego la entrega del alimento
diario, forzosamente una presa viva.
Los vecinos solicitaban
periódicamente los servicios de las culebras del cuatitlácatl, para que destruyeran
las plagas de roedores que dañaban sus sembrados en pleno fruto.
Varias de esas culebras tenía alquiladas el cuatitlácatl. El pago consistía, casi
siempre, en una gallina ponedora, en un pequeño marrano, o
bien en unos cuartillos de maíz o frijol. El hombre, al entregar a los
interesados sus extinguidores de ratas, hacía la advertencia de que se les
tratara bien porque, aun cuando parecían tan mansos, una vez enfurecidos
constituían, hasta para él, un serio peligro. Pero lo que más recomendaba era
que, de haber tomado aguardiente, no se les acercaran, porque son completamente
irritables al simple olor del alcohol.
Una vez, un indígena
alquiló para su labor un mazacóatl, tan grueso como el
muslo de un hombre y tan largo que en sus anillos se hubiera ahogado fácilmente
un leopardo. Bien pronto comenzó a verse que el daño disminuía en el campo de
labor. Aun en las tardes que amenazan lluvias, cuando reina una gran inquietud
en todo lo montaraz, ni los ratones daban señales de vida. Era que la culebra
había trabajado activamente.
Cuando el dueño de la
milpa se convenció de que la culebra ya no tenía qué hacer, se dispuso a devolverla
a su propietario. Familiarizado ya con ella, después de un agasajo predilecto,
le fue fácil meterla en un enorme cesto, cuya boca tapó con una manta.
Llevando a cuestas la
valiosa carga, el agricultor tomó camino de la ranchería. Pesaba tanto, que
en la cuesta se vio precisado a descansar repetidas veces. Y cuando llegó a una
venta, de esas que en las orillas de algunos caminos son como estaciones
forzadas de todo caminante, depositó su carga en una banca y se acercó al
ventanuco a empinarse un aguardiente. Recordando la advertencia hecha por el
dueño de la culebra, él bebedor echó a ésta un vistazo... ¿Qué podría hacer, si
estaba, de hecho, prisionera y, además, ya habían concertado una amistad que
rayaba en la confianza? Convencido, el hombre apuró otro vaso de caña.
Reanimado, pero menos prudente, se echó a
cuestas su carga; pero apenas había iniciado la marcha, la culebra comenzó a
agitarse. Con un violento impulso logró desprender la manta que tapaba la boca
del cesto e inmediatamente descargó sus enormes mandíbulas en la nuca del
hombre, haciéndole caer. Después lo azotó con la violencia con que el perro en
riña, azota contra el suelo al gato...
Gregorio López y Fuentes, El Indio, México, Novaro, 1956.
(Fragmento)
ACTIVIDADES
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2. Argumenta tu opinión de la lectura
3. Escribe brevemente de que trató la lectura